lunes, 25 de junio de 2012

AMARILLA CON RAYAS BLANCAS


Tumbado en su toalla azul, decorada con estrellas de mar, intentaba esconder la cabeza bajo la sombra protectora de su gran paraguas amarillo con rayas blancas. Necesitaba pensar, ordenar sus ideas, ahora comenzaba una nueva vida en soledad. A sus cuarenta y largos años se consideraba joven y no debía de tener ningún problema para comenzar de cero. Se incorporó quedándose sentado cara al mar, las personas paseaban por la orilla. Le gustaba observarlos, todos tan diferentes, pero a la vez tan parecidos.
Surgió a lo lejos, poco a poco su figura difuminada se fue aclarando, destacaba a pesar de la distancia. Su silueta estilizada, su largo cabello azabache suelto a merced de la brisa marina, ese precioso bañador de diseño que dejaban entrever sus encantos de diosa griega y esos ojos…, dos ojos cautivadores de un negro intenso que te marcaban a fuego si te miraban.  Se detuvo y echó un vistazo, él la miraba con cara de bobo y ojos inyectados en deseo. Ella no lo dudó y se fue hacia allí.  Juan cuando se dio cuenta miró a los lados, miró hacia atrás y entonces comprendió que realmente se dirigía hacia su sombrilla amarilla y con rayas blancas.
Le habló despacio, con voz suave, se presentó y sin más preámbulos se sentó a su lado. Torpemente fue contestada e invitada a una cerveza fría de su nevera portátil. En pocos minutos la conversación era fluida, ella era hábil preguntando y Juan (al principio de forma nerviosa e imprecisa) fue contestando. Pero a medida que disfrutaba de esos ojos, de esa sonrisa, fue ganando en seguridad y en confianza.
Juan no se creía lo que estaba ocurriendo, se encontraba en la playa con una preciosa sirena, le vida le acababa de dar un giro de 180 º.  Quería que el tiempo transcurriese más despacio, quería saborear el momento. Hacia mucho calor y ella le propuso un baño, juntos de la mano entraron corriendo al agua. Jugaron, rieron y él no pudo evitar rozar su cuerpo con el suyo. El estaba en una nube, se encontraba feliz, se lo estaban pasando muy bien, por eso se sorprendió tanto cuando ella le propuso salir del agua. En la orilla ella le beso fugazmente en los labios, luego le hizo girar la cara y le dio un leve bocado en el cuello. Juan se quedó extasiado, no pudo reaccionar cuando ella le dijo que en unos minutos volvía, que necesitaba recoger sus cosas. Echó a andar por la orilla, él no le quitaba la vista de encima, ella se giró fugazmente con una tierna sonrisa en los labios y Juan se fijo en esos ojos…., esos ojos maravillosos que le estaban transmitiendo, ¿tristeza?, creyó ver un atisbo de tristeza en su mirada. No podía ser, se había confundido, esto era increíble y él era el hombre con más suerte del mundo.
Ese gran paraguas amarillo con rayas blancas era inconfundible y Juan se encaminó hacia su toalla azul decorada con estrellas de mar. La dura realidad le estalló sin avisar en su cerebro ebrio de felicidad, la visión de su toalla vacía  bajo la sombrilla, donde no quedaba ni rastro de sus pertenencias, le hizo comprender el verdadero interés de una diosa griega por un mortal cuarentón y descuidado físicamente.