A las 10 de la mañana nos reuniamos todos
en el aula 2b del segundo piso. El curso fue muy corto, solo duró una semana.
La relación social era nula, apenas unas palabras en el momento del descanso.
Nos limitábamos a escuchar a la profesora y a cruzarnos preguntas, luego al
finalizar la clase salíamos disparados a casa. Yo, llegaba y cenaba rápido con
mis padres, luego me encerraba en mi habitación para comprobar los correos y
compartir experiencias en las redes sociales. Tenía todas las horas del día
ocupadas; trabajo, curso y casa. Apenas disponía de tiempo para nada más. En el
curso le había echado el ojo a alguna compañera, aunque ellas a mi me habían
ignorado completamente. Aún así, fantaseaba con la ropa interior que
llevaban bajo aquel vestuario tan sugerente. No todo era atracción sexual, a
veces me las imaginaba en una cena, en un paseo por la montaña o simplemente de
charla en el banco de un parque. Lo cierto es que estaba cansado de no tener
pareja.
A mitad de semana la profesora
tuvo la genial idea de finalizar el curso con una cena. La propuesta no me
llenó de especial ilusión. Lo comenté en casa y mi madre se empeñó en que fuera
para distraerme un rato, que así me daría el aíre. Por lo que acepté el
ofrecimiento.
¡Viernes, final del curso!
reparto de diplomas y soparet. De dieciséis personas apenas nos
encontrábamos en el bar la mitad. La mayoría mujeres excepto dos hombres, los
cuales nos sentamos juntos y conversábamos de un tema tan socorrido como el
fútbol o de alguna cuestión de clase, eso sí, sin quitar el ojo a alguna de las
chicas que se habían puesto especialmente guapas para la ocasión. Ellas apenas
nos dirigieron la palabra y llegamos al final del café sin pena ni gloria. Unas
palabras de despedida, reparto de cortesía de teléfonos, correos electrónicos,
etc…para seguidamente la profesora dejarnos hasta más ver. Siguieron su ejemplo
la mayoría. Yo me negaba a irme a casa tan pronto, después de tanto tiempo
sin salir, necesitaba divertirme un rato. Mis pensamientos se tradujeron en
palabras sin apenas darme cuenta, despertándome de ellos expresiones como; -¡yo
me apunto! -¡necesito una copa, -¡quiero bailar!, -¡vámonos de marcha! Así que
las cuatro Mosqueteras y el Llanero Solitario (que era yo) nos marchamos a un pub de la zona a explayarnos un rato.
Las primeras copas cayeron
deprisa. Era necesario un acelerante de habilidad social y el alcohol siempre
ha sido un magnifico remedio. La música, el ambiente, las ganas de marcha
ayudaron a que nos relajáramos y nos conociéramos un poco mejor. Al final estuve
a punto de triunfar, no gracias a mi encanto, si no a Don Ron que me facilitó
las cosas. Tarde y medio borrachos, con la pista de baile como escenario, una
de las chicas y yo pasábamos del movimiento convulso al roce intencionado, de
la charla a gritos a la conversación cercana y sugerente. El beso fue un paso
lógico a lo que tenía que llegar…eso si María no se hubiese interpuesto. María
era muy guapa, pero inaccesible. Había mantenido siempre las distancias y yo no
tenía las suficientes criadillas como para acercarme a
ella, de hecho pensaba que no hubiese servido para nada. Nos interrumpió
diciendo que su amiga se tenía que ir, que iba muy borracha, que no sabía lo
que se hacía, ¡ostras! ¿Qué no sabíamos lo que hacíamos? ¡Pero si nuestros
cuerpos eran puro deseo! No pudo ser, la aguafiestas nos fastidió la
noche.
Tardé en levantarme. La resaca y
la sensación de nauseas me invadieron hasta pasadas las tres de la tarde. Luego
con ayuda de los remedios de la agüela y
alguna aspirina me dispuse a comenzar el día. Conecté el móvil y se puso a
pitar como loco, de lo aturdido que estaba y del susto casi lo tiro al suelo.
Tenía veinticinco mensajes de María (excepto uno de mi efímera pareja
lamentándose por lo que no sucedió), se había pasado la noche recriminándome mi
actitud con su amiga y de que quisiera aprovecharme de su borrachera. Sus
primeros mensajes me echaban la bronca y los siguientes me incitaban a darle
una explicación. Yo estaba alucinando, no entendía nada. Intentaba recordar
cómo había sido mi comportamiento y no encontraba un motivo que, a mi juicio,
fuese recriminatorio. Por lo que llegué a una conclusión: María estaba
como una cabra o yo hice algo de lo que no me acordaba. Le mandé un WhatsApp,
en tono muy comedido, para que me explicase que era lo que había hecho mal. En
menos de dos segundos tenía su respuesta; otra bronca por intentar seducir a su
amiga. Tenía dos opciones; ponerme a discutir con ella (algo que el cuerpo no
me pedía) o tomármelo con mucha coña a ver por dónde me salía ella. Ni corto,
ni perezoso le pregunté si era su novia, la contestación fue contundente “eres
un cabrón, a mí me gustan los hombres”, siguió de nuevo con la riña
para terminar echándome en cara que no le había contestado antes, que llevaba
toda la noche esperando mi respuesta. Me disculpé, le comenté que no me
encontraba bien y que había dejado el teléfono apagado. Añadí que la noche
anterior ella estaba preciosa, que el vestido era muy bonito y que me
hubiese encantado bailar con ella (intentaba cambiar el enfoque para que
olvidara su enfado conmigo o me dejara en paz de una vez) sorprendentemente me
respondió que eso que le decía no lo sentía de verdad, si estaba tan guapa ¿por
qué no me había acercado a ella en vez de a su amiga? Dado el cariz que estaba
tomando el asunto no pude parar y me lancé a fondo. Le dije que yo casi nunca
mentía y que si ella me hubiera dado algo de pie…allí mismo en los lavabos le hubiese hecho el
amor, que me tenía loquito. Me mandó a freír espárragos y dejó de whatssapear conmigo.
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Eran las ocho y diez, María no
aparecía. Un combinado de ron cola me ayudaba a templar los nervios.
Mis dudas eran muchas, todavía no estaba convencido de mi suerte. Posiblemente
esa noche estropeé sin querer algo que podía haber sido bonito.
Maldecí mi timidez y la falta de confianza en mí mismo. Lo fácil no
siempre es lo mejor. Después de 45 minutos de espera y tres cubatas decidí
marcharme a casa. Era seguro que no aparecería. Me hizo creer que le gustaba y
no era verdad. Enojado y deprimido crucé la puerta del local.
María se encontraba apoyada en un coche,
justo debajo de la luz de una farola. Estaba preciosa. Cuando coincidieron
nuestras miradas su cara pasó de la sorpresa a la alegría incontenida. Como un
autómata me lancé hacia donde estaba, la abracé y nos besamos. Luego me
contó que no se había atrevido a entrar, que no hubiese soportado que la cita
hubiese sido una broma.