Los vasos de plástico con los restos
de cerveza volaban por encima de
nuestras cabezas, el movimiento de la
marea era constante, aunque descontrolado, e intentando seguir el ritmo trepidante de la
música en directo del estupendo grupo de punk-rock que actuaba en ese momento.
El perfil de los asistentes era variado y pintoresco, desde los que vestían de la forma más usual o
los más cercanos a la tribu; con sus
crestas, cremalleras, tatuajes y camisetas rotas. Todos unidos en una perfecta
armonía, creada gracias a la poesía
reivindicativa que eran esas letras maravillosas junto a ese sonido urbano. El
flujo de personas era intenso, no había un momento de quietud. Cuando no
pisabas a alguien, te pisaban a ti, los empujones y choques eran constantes
(todos de buen rollo, eso sí). Otros no paraban de pasar cargados con vasos
hasta el borde de bebida que iban derramando encima de quien tenían al lado en
su intento de llegar al sitio que ocupaban antes. El suelo estaba pegajoso y el
ambiente cargado de olores diferentes;
alcohol, hierba y sudor eran los
predominantes. Las caras de satisfacción estaban concentradas en el escenario y
nada importaba salvo pasarlo bien ¡joder, estábamos de concierto!
Después de varias horas, con muchas
cervezas ingeridas y en pleno éxtasis musical, me encontraba arrinconado a un
lado de la sala, apoyado en la pared.
Unas manos voraces y sedientas de pasión recorrían mi cuerpo por debajo de la
ropa de manera concienzuda: cuello, hombros, espalda, ingles, barriga, pecho,
pezones... caricias que me transportaban a un estado muy placentero. Lola se
había unido desde atrás a mí. Me abrazaba, me acariciaba, su lengua dejaba su
rastro en mi cogote y en los lóbulos de
mis orejas. Yo, totalmente embelesado, giraba mi cabeza hacia ella mirándola de
vez en cuando y sin parar de moverla al
ritmo de la música, circunstancia que ella aprovechaba para devorarme los
labios. En más de una ocasión fue muy fácil olvidarse del resto del mundo
mientras nuestros cuerpos se dejaban llevar de manera instintiva.
La actuación llegó a su final, en ese
instante solo pensaba en salir de ahí y
culminar la noche con mi pareja. Henchido de pasión, con una presión en los bajos insoportable y
cogidos de la mano nos fuimos entre empellones hacia la salida.
El frío de la noche nos golpeó de forma
cruda en la cara. La sangre comenzó a llegar al cerebro después de tanto tiempo
retenida a mitad de camino. La realidad se reía de nuestro momento de
felicidad; la temperatura no invitaba a
perdernos en ningún solar, no teníamos vehículo y apenas dinero para un taxi.
Nos miramos a la cara, una amarga sonrisa de impotencia se apoderó de las
mismas, tendríamos que esperar a mejor ocasión.