En
el aparcamiento para clientes dentro de las instalaciones, el encargado de
taller recibía un vehículo para revisar. Atendía al señor e indicaba a un
operario que guiará a la acompañante, que portaba un perrito en brazos, a la
zona de espera dentro del edificio donde se encontraba la exposición.
Ismael,
un administrativo del área comercial, descansaba cinco minutos y mientras daba
rienda suelta al deseo mal controlado de fumarse un cigarrito. A su lado;
Virginia, del servicio posventa, también disfrutaba llenándose los pulmones
con la nicotina y alquitrán de ese humo caro y perjudicial. Se encontraban
charlando cuando, de manera discreta, cruzaron
miradas de perplejidad al ver a la mujer que se dirigía a la puerta que tenían
detrás: estatura media, obesa, vestido chillón lleno de flores gigantes, con
serias dificultades para andar y que cargaba en su pecho un perrito de raza
pequeña. La tranquilidad se vio truncada
cuando la comitiva llegó a donde ellos se encontraban; el can se movió, la
señora ocupada intentando que el animal no se le cayera de los brazos y un
inoportuno pequeño bordillo.
Ismael de forma instintiva saltó a un lado
para no ser aplastado por esa masa humana de más de ciento cuarenta y cinco
kilos, mientras, el pequeño perro salía volando y se estrellaba contra la puerta
de cristal, la señora caía y se ponía a gritar cuando el suelo la recibía con
estruendoso temblor. Quedando en una postura grotesca y con los pliegues de la
falda ocupando el lugar donde segundos antes se encontraba el perro.
La
mujer, que era la madre del cliente, estaba tirada en el suelo, se desgañitaba llamando a su mascota y
pegándoles manotazos a todas y todos los que intentaban, sin éxito, levantarla.
Un perro asustado escapando con el rabo entre las piernas, un trabajador del
taller corriendo tras el perro para recuperarlo, un coche que golpeaba a otro
para evitar atropellar al fugitivo y el sol cayendo a más de treinta grados en
ese momento.
Virginia,
con voz amable y tranquila, intentaba convencer a la señora para que les dejara
ayudarle a levantarse. Esta se negaba a moverse hasta que no estuviese de
vuelta su niñito de cuatro patas, a la vez que dejaba escapar los codos y las
manos contra quien osará tocarla.
Diez largos minutos pasaron en la misma
tesitura, esta situación tan embarazosa terminó cuando el hijo regresó y obligó
a su madre a aceptar la ayuda para que pudiera levantarse. Otros cinco minutos
más necesitó el trabajador de taller para aparecer por la puerta del recinto
con el animalito en brazos, cubierto de sudor, despeinado y con media sonrisa
de triunfo en los labios.
Ya
resguardados en la sala de espera y bajo el manto protector de un potente aíre
acondicionado, la cliente (junto a su hijo) se recuperaba del susto sentada en
un cómodo sillón, tan solo se quejaba, ante el personal de atención al cliente
que la estaba acompañando, de una leve molestia en un costado. De eso estaban
hablando cuando se le hizo entrega a la señora de su perrito. Este, todavía
nervioso, confundió las flores del vestido con un inmenso jardín, regalando a
su dueña con todo el contenido de sus entrañas.