domingo, 19 de octubre de 2014

Ciento cuarenta y cinco kilos


     En el aparcamiento para clientes dentro de las instalaciones, el encargado de taller recibía un vehículo para revisar. Atendía al señor e indicaba a un operario que guiará a la acompañante, que portaba un perrito en brazos, a la zona de espera dentro del edificio donde se encontraba la exposición.

      Ismael, un administrativo del área comercial,  descansaba cinco minutos y mientras daba rienda suelta al deseo mal controlado de fumarse un cigarrito. A su lado; Virginia, del servicio posventa, también disfrutaba llenándose los pulmones con la nicotina y alquitrán de ese humo caro y perjudicial. Se encontraban charlando cuando, de manera discreta,  cruzaron miradas de perplejidad al ver a la mujer que se dirigía a la puerta que tenían detrás: estatura media, obesa, vestido chillón lleno de flores gigantes, con serias dificultades para andar y que cargaba en su pecho un perrito de raza pequeña.  La tranquilidad se vio truncada cuando la comitiva llegó a donde ellos se encontraban; el can se movió, la señora ocupada intentando que el animal no se le cayera de los brazos y un inoportuno pequeño bordillo.

      Ismael de forma instintiva saltó a un lado para no ser aplastado por esa masa humana de más de ciento cuarenta y cinco kilos, mientras, el pequeño perro salía volando y se estrellaba contra la puerta de cristal, la señora caía y se ponía a gritar cuando el suelo la recibía con estruendoso temblor. Quedando en una postura grotesca y con los pliegues de la falda ocupando el lugar donde segundos antes se encontraba el perro.

      La mujer, que era la madre del cliente, estaba  tirada en el suelo,  se desgañitaba llamando a su mascota y pegándoles manotazos a todas y todos los que intentaban, sin éxito, levantarla. Un perro asustado escapando con el rabo entre las piernas, un trabajador del taller corriendo tras el perro para recuperarlo, un coche que golpeaba a otro para evitar atropellar al fugitivo y el sol cayendo a más de treinta grados en ese momento.

      Virginia, con voz amable y tranquila, intentaba convencer a la señora para que les dejara ayudarle a levantarse. Esta se negaba a moverse hasta que no estuviese de vuelta su niñito de cuatro patas, a la vez que dejaba escapar los codos y las manos contra quien osará tocarla.

      Diez largos minutos pasaron en la misma tesitura, esta situación tan embarazosa terminó cuando el hijo regresó y obligó a su madre a aceptar la ayuda para que pudiera levantarse. Otros cinco minutos más necesitó el trabajador de taller para aparecer por la puerta del recinto con el animalito en brazos, cubierto de sudor, despeinado y con media sonrisa de triunfo en los labios.


     Ya resguardados en la sala de espera y bajo el manto protector de un potente aíre acondicionado, la cliente (junto a su hijo) se recuperaba del susto sentada en un cómodo sillón, tan solo se quejaba, ante el personal de atención al cliente que la estaba acompañando, de una leve molestia en un costado. De eso estaban hablando cuando se le hizo entrega a la señora de su perrito. Este, todavía nervioso, confundió las flores del vestido con un inmenso jardín, regalando a su dueña con todo el contenido de sus entrañas. 

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