Me
quedé parado en el quicio de la puerta, invadido por múltiples sensaciones al
encontrarme los objetos que ella me había dejado sobre el lavamanos. Eran
cuatro; cuatro elementos usuales en la vida cotidiana de cualquier persona,
pero que en ese momento y esas circunstancias tenía un importante significado
para mi vida. Al verlos y tras unos segundos paralizado, tuve que sentarme en
el único sitio posible; encima del inodoro, más concretamente sobre la tapa.
Con las manos cubriéndome la cara y a la vez utilizándolas de apoyo para mi
cabeza, que abrumada por un torbellino de sentimientos encontrados era incapaz
de aguantarse sola. Deje vagar mis pensamientos con todo lo que me había
sucedido en el último año: mi divorcio, adaptarme a mi nueva vida, los días,
las tardes y las noches de soledad, el conocer nuevas amistades, noches
efímeras en viviendas desconocidas u hoteles sacados de una app. Ahora todo
cambiaba radicalmente, se me abría una nueva puerta que me ofrecía refugio,
confianza, estabilidad, compañía y noches de complicidad. No había sido
consciente de nada de lo que me estaba sucediendo siendo que me andaba
aplicando mi dogma de: “vivir lo mejor posible dejando pasar los días a la
espera de acontecimientos”. Por lo que la bofetada de realidad recibida, al
contemplar esas armas de destrucción de vida sin rumbo fijo, me habían dejado
medio catatónico, a la espera de una respuesta que me hiciera reaccionar.
Ahí estaban: una toalla de baño, una
toalla de manos, una esponja sin estrenar y un cepillo de dientes nuevo. Ni los
cuatro mosqueteros en sus grandes aventuras me habían dejado tan impresionado.
El aceptar el uso de alguno de ellos conllevaba implícitamente la firma de un
contrato no escrito en mi relación interpersonal con la propietaria de la casa.
Esta era la ocasión donde me podía cuestionar no haber pasado por mi piso para
coger la mochila con mis efectos personales.
Ya era tarde para pensar en otras cosas,
tenía que enfrentarme a la situación y afrontarla con naturalidad. Me levanté,
salí del lavabo y regresé a la cocina. Con un tono inocente, pero que yo creí
entender cargado de intencionalidad, ella me dejó caer: —¿has visto lo que te
he dejado en el baño? — La miré, puse mi mejor sonrisa y haciéndome el
despistado le respondí: —¡Ah! ¿eso que estaba en el lavamanos? Sí, lo he dejado
encima del armario. No sabía que era
para mí—. Me di la vuelta, me hice con una cerveza de la nevera y me fui a
sentarme al salón.