Tumbado en su toalla azul,
decorada con estrellas de mar, intentaba esconder la cabeza bajo la sombra
protectora de su gran paraguas amarillo con rayas blancas. Necesitaba pensar,
ordenar sus ideas, ahora comenzaba una nueva vida en soledad. A sus cuarenta y
largos años se consideraba joven y no debía de tener ningún problema para
comenzar de cero. Se incorporó quedándose sentado cara al mar, las personas
paseaban por la orilla. Le gustaba observarlos, todos tan diferentes, pero a la
vez tan parecidos.
Surgió a lo lejos, poco a poco su
figura difuminada se fue aclarando, destacaba a pesar de la distancia. Su
silueta estilizada, su largo cabello azabache suelto a merced de la brisa
marina, ese precioso bañador de diseño que dejaban entrever sus encantos de
diosa griega y esos ojos…, dos ojos cautivadores de un negro intenso que te
marcaban a fuego si te miraban. Se
detuvo y echó un vistazo, él la miraba con cara de bobo y ojos inyectados en
deseo. Ella no lo dudó y se fue hacia allí. Juan cuando se dio cuenta miró a los lados,
miró hacia atrás y entonces comprendió que realmente se dirigía hacia su
sombrilla amarilla y con rayas blancas.
Le habló despacio, con voz suave,
se presentó y sin más preámbulos se sentó a su lado. Torpemente fue contestada
e invitada a una cerveza fría de su nevera portátil. En pocos minutos la
conversación era fluida, ella era hábil preguntando y Juan (al principio de
forma nerviosa e imprecisa) fue contestando. Pero a medida que disfrutaba de
esos ojos, de esa sonrisa, fue ganando en seguridad y en confianza.
Juan no se creía lo que estaba
ocurriendo, se encontraba en la playa con una preciosa sirena, le vida le
acababa de dar un giro de 180 º. Quería
que el tiempo transcurriese más despacio, quería saborear el momento. Hacia
mucho calor y ella le propuso un baño, juntos de la mano entraron corriendo al
agua. Jugaron, rieron y él no pudo evitar rozar su cuerpo con el suyo. El
estaba en una nube, se encontraba feliz, se lo estaban pasando muy bien, por
eso se sorprendió tanto cuando ella le propuso salir del agua. En la orilla
ella le beso fugazmente en los labios, luego le hizo girar la cara y le dio un
leve bocado en el cuello. Juan se quedó extasiado, no pudo reaccionar cuando
ella le dijo que en unos minutos volvía, que necesitaba recoger sus cosas. Echó
a andar por la orilla, él no le quitaba la vista de encima, ella se giró
fugazmente con una tierna sonrisa en los labios y Juan se fijo en esos ojos….,
esos ojos maravillosos que le estaban transmitiendo, ¿tristeza?, creyó ver un
atisbo de tristeza en su mirada. No podía ser, se había confundido, esto era increíble
y él era el hombre con más suerte del mundo.
Ese gran paraguas amarillo con
rayas blancas era inconfundible y Juan se encaminó hacia su toalla azul
decorada con estrellas de mar. La dura realidad le estalló sin avisar en su
cerebro ebrio de felicidad, la visión de su toalla vacía bajo la sombrilla, donde no quedaba ni rastro
de sus pertenencias, le hizo comprender el verdadero interés de una diosa
griega por un mortal cuarentón y descuidado físicamente.
2 comentarios:
A ver... Ya estoy en una edad que tengo que comenzar a desconfiar de las sirenas y otras mujeres magníficas, pero tampoco se trata de abolir la esperanza, ¿no?
Un abrazo.
HD
Jajaja, el comentario de Humberto me ha hecho reír.
En fin, espero que Juan no pierda la esperanza, hay muchas clases de "sirenas" y no todas tienen que ser como esta.
Creo que ya te lo he dicho pero tus textos son visuales.
Besitos
PD: Esto del correo es una historia de desencuentros. Mira en la papelera o en spam te he mandado dos correos. Si no en mi blog si pinchas en ver mi perfil está mi correo. A ver si a la tercera va la vencida.
Más besitos
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