Era un placer caminar por las calles libres de coches
y de cientos de peatones estresados, envuelto en el silencio que la noche me
ofrecía. Había decidido volver andando a casa después de celebrar la cena de
empresa con los compañeros y las compañeras.
Los motivos no tenían nada que ver con ser más o menos deportista, sino
más bien por la falta de taxis a esas horas
y por la casi borrachera que llevaba. El aíre frío y la caminata me
ayudarían a bajar el alcohol y a despejar la mente.
La celebración resultó mejor de lo que yo
me había esperado. Apenas llevaba trabajando con ellos dos meses, incluso me
había comprado ropa nueva para la ocasión. Tenía que adaptar mi forma de vestir
al nuevo entorno y a mis nuevos amigos. La acogida, la cena, las múltiples
copas, el dar lo máximo bailando... Todo había sido muy grato, incluso en algún
momento hubiese jurado que podría haberme liado con una de mis compañeras de
trabajo, menos mal que el miedo a meter la pata fue más fuerte que la efímera
libertad y poderío que artificialmente me otorgaba el agradable elixir del dios
Baco.
Estaba acostumbrado a trasladarme por la
ciudad a pie, me encantaba levantar la vista y admirar los edificios que me
rodeaban, sobre todo dejaba que mi imaginación se inventara múltiples historias
cuando veía alguna ventana iluminada con alguna sombra moviéndose detrás de
ella: ¿se levantará ahora? ¿se estará preparando para acostarse? ¿será feliz?
¿qué hará a estas horas despierto o despierta? De vez en cuando me cruzaba con
algún que otro transeúnte solitario, la mayoría con pinta de ir peor que yo,
incluso a alguno le costaba caminar en línea recta o hablaba solo. A veces me
cambiaba de acera si me iba a cruzar con alguna mujer, no quería que se
sintiera intimidada por mi presencia en la negra y tranquila noche. Aunque con
mi nuevo aspecto puede que incluso se sintiera reconfortada y agradecida de ir
acompañada.
Ya faltaba poco para llegar a mi barrio,
unos minutos más y entraría triunfal a casa; donde mi madre, contenta del nuevo
cambio en mi vida, seguro que me esperaba
despierta sentada en su sillón, con la mirada seria y el alma alegre de ver a
su hijo llegar bien a esas horas. Decidí dar un rodeo, era mejor evitarme una
regañina asegurándome que los efectos de la bebida se habían disipado un poco
más. Enfilé la antigua carretera, llegaría a las afueras y volvería sobre mis
pasos. Unos treinta minutos más de ejercicio me ayudarían a encontrarme mejor.
De forma decidida aligeré el paso.
Iba tan sumido en mis pensamientos que no
los vi aparecer. Eran dos, uno delante y otro a mi espalda. El que tenía enfrente no se lo pensó dos
veces, sin avisar y al grito de: —¡Dame la chaqueta y todo el dinero que
lleves!— estampó su puño en mi cara con tal fuerza que me tiró al suelo, del
golpe quedé completamente aturdido. Mientras el segundo permanecía callado
vigilando, el energúmeno no dejaba de
darme patadas y de increparme. Del atolondramiento pasé a sufrir la situación,
del dolor transité a una
rabia irracional. Disparé mi pie a la
rodilla de la pierna con la que se apoyaba mientras me pegaba con la otra, el aullido
que soltó se sincronizó con el siniestro crujido que daba cuenta de la efectividad del
impacto, de inmediato se derrumbó cual castillo de naipes. Aproveché para levantarme y dejándome llevar
me lié a golpes con su cara. Olvidé completamente a quien permanecía en la sombra,
éste silencioso y veloz me atacó por detrás, apenas sentí un ardor en el
costado. Al momento las fuerzas me abandonaron, me costaba respirar y me
asusté, quise correr y las piernas no me respondían, una luz blanca estalló en mi cerebro seguida de la
más absoluta oscuridad.
Cuando ya comenzaba a amanecer Vicente llegaba
al portal de su finca, estaba cabreado, había tenido que dejar a su amigo con un
colega para que lo llevara al hospital, a Domingo le dolía horriblemente la
pierna, lo más seguro es que tuviese la rodilla rota. El capullo al que habían
querido atracar se resistió, normalmente
tras una buena paliza se dejaban robar sumisamente, nunca respondían, luego les
quitaban todo lo que les pudiese ser útil y valiese algo de pasta. Él no, tuvo
que hacerse el valiente, ni siquiera le había visto la cara, mejor así, sería
más fácil dormir. La luz del piso estaba encendida, se oía mucho movimiento y gritos
de desesperación, se asustó; ¿alguien le habría denunciado a la policía? era
imposible, no había testigos y en ese trozo de calle apenas existía visibilidad
desde las fincas. Entró. Al oír la puerta salieron como una tromba hacia él su
madre y su tía, que vivía en el piso de arriba, le abrazaron y mientras
lloraban a lágrima viva no paraban de decir: —¡Nos lo han matado! ¡Nos lo han
matado! ¡A tu primo lo han dejado tirado en la calle como a un perro después de
apuñalarlo cobardemente por la espalda!—
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