domingo, 11 de diciembre de 2016

La vuelta a casa

     Era un  placer caminar por las calles libres de coches y de cientos  de peatones estresados,  envuelto en el silencio que la noche me ofrecía. Había decidido volver andando a casa después de celebrar la cena de empresa con los compañeros y las compañeras.  Los motivos no tenían nada que ver con ser más o menos deportista, sino más bien por la falta de taxis a esas horas  y por la casi borrachera que llevaba. El aíre frío y la caminata me ayudarían a bajar el alcohol y a despejar la mente.
     La celebración resultó mejor de lo que yo me había esperado. Apenas llevaba trabajando con ellos dos meses, incluso me había comprado ropa nueva para la ocasión. Tenía que adaptar mi forma de vestir al nuevo entorno y a mis nuevos amigos. La acogida, la cena, las múltiples copas, el dar lo máximo  bailando... Todo había sido muy grato, incluso en algún momento hubiese jurado que podría haberme liado con una de mis compañeras de trabajo, menos mal que el miedo a meter la pata fue más fuerte que la efímera libertad y poderío que artificialmente me otorgaba el agradable elixir del dios Baco.
     Estaba acostumbrado a trasladarme por la ciudad a pie, me encantaba levantar la vista y admirar los edificios que me rodeaban, sobre todo dejaba que mi imaginación se inventara múltiples historias cuando veía alguna ventana iluminada con alguna sombra moviéndose detrás de ella: ¿se levantará ahora? ¿se estará preparando para acostarse? ¿será feliz? ¿qué hará a estas horas despierto o despierta? De vez en cuando me cruzaba con algún que otro transeúnte solitario, la mayoría con pinta de ir peor que yo, incluso a alguno le costaba caminar en línea recta o hablaba solo. A veces me cambiaba de acera si me iba a cruzar con alguna mujer, no quería que se sintiera intimidada por mi presencia en la negra y tranquila noche. Aunque con mi nuevo aspecto puede que incluso se sintiera reconfortada y agradecida de ir acompañada.      
     Ya faltaba poco para llegar a mi barrio, unos minutos más y entraría triunfal a casa; donde mi madre, contenta del nuevo cambio en mi vida,  seguro que me esperaba despierta sentada en su sillón, con la mirada seria y el alma alegre de ver a su hijo llegar bien a esas horas. Decidí dar un rodeo, era mejor evitarme una regañina asegurándome que los efectos de la bebida se habían disipado un poco más. Enfilé la antigua carretera, llegaría a las afueras y volvería sobre mis pasos. Unos treinta minutos más de ejercicio me ayudarían a encontrarme mejor. De forma decidida aligeré el paso.
     Iba tan sumido en mis pensamientos que no los vi aparecer. Eran dos, uno delante y otro a mi espalda.  El que tenía enfrente no se lo pensó dos veces, sin avisar y al grito de: —¡Dame la chaqueta y todo el dinero que lleves!— estampó su puño en mi cara con tal fuerza que me tiró al suelo, del golpe quedé completamente aturdido. Mientras el segundo permanecía callado vigilando,  el energúmeno no dejaba de darme patadas y de increparme. Del atolondramiento pasé a sufrir la situación, del dolor  transité  a  una rabia irracional. Disparé mi pie  a la rodilla de la pierna con la que se apoyaba mientras me pegaba con la otra, el aullido que soltó se sincronizó con el siniestro crujido  que daba cuenta de la efectividad del impacto, de inmediato se derrumbó cual castillo de naipes.  Aproveché para levantarme y dejándome llevar me lié a golpes con su cara. Olvidé  completamente a quien permanecía en la sombra, éste silencioso y veloz me atacó por detrás, apenas sentí un ardor en el costado. Al momento las fuerzas me abandonaron, me costaba respirar y me asusté, quise correr y las piernas no me respondían, una  luz blanca estalló en mi cerebro seguida de la más absoluta oscuridad.
     Cuando ya comenzaba a amanecer Vicente llegaba al portal de su finca, estaba cabreado,   había tenido que dejar a su amigo con un colega para que lo llevara al hospital, a Domingo le dolía horriblemente la pierna, lo más seguro es que tuviese la rodilla rota. El capullo al que habían querido atracar  se resistió, normalmente tras una buena paliza se dejaban robar sumisamente, nunca respondían, luego les quitaban todo lo que les pudiese ser útil y valiese algo de pasta. Él no, tuvo que hacerse el valiente, ni siquiera le había visto la cara, mejor así, sería más fácil dormir. La luz del piso estaba encendida, se oía mucho movimiento y gritos de desesperación, se asustó; ¿alguien le habría denunciado a la policía? era imposible, no había testigos y en ese trozo de calle apenas existía visibilidad desde las fincas. Entró. Al oír la puerta salieron como una tromba hacia él su madre y su tía, que vivía en el piso de arriba, le abrazaron y mientras lloraban a lágrima viva no paraban de decir: —¡Nos lo han matado! ¡Nos lo han matado! ¡A tu primo lo han dejado tirado en la calle como a un perro después de apuñalarlo cobardemente por la espalda!—
     

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